En los días en los que estaba a punto de cerrase el año 1973 aparece en las tiendas el álbum Sabbath Bloody Sabbath, una de las obras que estaba llamada a ser el punto álgido de la carrera del cuarteto de Birmingham. Tras cuatro álbumes que habían dado a conocer al mundo a un conjunto dispuesto a cambiar las reglas del género, la nueva criatura daba un paso más y venía a colocarles en la vanguardia de la creatividad. Unas ideas bien pensadas, algo más maceradas y la colaboración ineludible del genio Rick Wakeman, parecía que acababan de conjuntar los últimos ingredientes de una fórmula infalible. Pero dos años después sucedería algo que enterraría temporalmente dicha obra; y ese algo era Sabotage.
Un año de producción los llevó a los miembros de Black Sabbath el vinilo que Vertigo publicaría en julio de 1975, un elepé que venía a demostrar la soltura que tenían estos cuatro británicos a la hora de parir vástagos sonoros. Además, en la nueva apuesta se juntaban sin reparos los disparos directos de rock sin fisuras con las composiciones elaboradas y llenas de ambientaciones tétricas e inquietantes –algo que no era raro en la banda, pero que en esta ocasión se llevaba a sus últimas consecuencias–. Los citados hechos dieron, sin lugar a dudas, un excitante punto de referencia para todos los seguidores de la cultura rock de los 70. Los oyentes querían volver a los orígenes del hard más pasional y sucio, y es que no olvidemos que muchos de los adeptos al estilo Deep Purple decidieron abandonarles al entrar el “funky rhythm” de las cuatro cuerdas de Glenn Hughes. Es por esa sencilla razón por la que, sin comerlo ni beberlo, los Sabbath se encontraron con que su trabajo se había convertido en piedra angular de todo un novedoso movimiento.
Y es que, aunque hoy en día pueda parecer algo de los más normal del mundo, esta agrupación de rock se atrevió a dar forma a arriesgadas maravillas sonoras como “Supertzar”, un pasaje instrumental de alta carga oscura y misteriosa que se veía acompañado por las voces de un coro que ejercían la labor de ángeles exterminadores –muy en la onda de lo que Basil Poledouris haría algunos años después para el score de Conan El Bárbaro–. También hay sitio para los clásicos intemporales que siempre podrán seguir sonando en directo, cosas como “Hole In The Sky” o “Symptom Of The Universe”, temas rápidos y de amplio calado; pero los rincones más profundos y extraños se escondían dentro de delicias como “The Writ” y, sobre todo, “Megalomania”. Y es que es difícil de olvidar la primera vez que escuchas dicha creación, una composición de casi diez minutos que está estructurada en dos partes con un puente instrumental de piano y guitarra como única unión. Una pequeña opereta de hard rotundo que ponía por fin todas las cartas sobre la mesa, que mostraba todas y cada una de las caras de estos sabbathicos elementos.
En definitiva, fueron momentos gloriosos que les ascendieron en el escalafón. Su búsqueda parecía llegar a su fin y sus acciones los habían llevado a tocar lo más alto, aunque posiblemente por última vez –por lo menos con lo que se considera como el cuarteto original–. Ozzy Osbourne, vocalista de la banda, y más entregado al rock directo que a las florituras, empezó a estar en desacuerdo con el rumbo que tomaba el barco Sabbath. Esto, junto con el hecho de que Tony Iommi cada vez le quitaba más protagonismo sobre las tablas, hizo que el cantante empezara a mirar de manera ciertamente recelosa el futuro como grupo. Por eso, y por el tremendo choque de egos de ambos músicos, los dos siguientes álbumes de los ingleses (sin contar la compilación “We Sold Our Soul for Rock & Roll”) se tambaleaban bastante con respecto a sus antecesores. Sí es cierto que en ellos aparecían piezas clave como “Rock & Roll Doctor”, “Dirty Women” o “Never Say Die”, pero también es verdad que la formación no volvería a estabilizarse compositivamente hablando hasta la entrada de Ronnie James Dio para la grabación del disco Heaven & Hell.
por Sergio Guillén
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