Conocían lo suficiente el terreno que pisaban como para hablar sobre su amarga dulzura. Nostálgicos de tiempos que en ciertos lugares jamás parecían pasar. El terruño se convertía en realidad palpable a lo largo de sus canciones, al igual que era posible masticar el polvo del camino. Y aunque se alejaban de la psicodelia, The Band no temían en mostrarse como un combo sin pretensiones; de esta forma podían añadir cierto deje grandilocuente en los teclados de Garth Hudson al comienzo de “Chest Fever” para en realidad dar vida a un rock de base, sin edulcorar y lleno de nutrientes sureños. Sus historias y narraciones se presentaban cercanas; aunque en algunas ocasiones su realismo salía de tal manera de ese filmógrafo sonoro que eran sus álbumes que terminaba por parecer algo ocurrido en un mundo desconocido, ese microcosmos sólo permitido para ciertos buscavidas, guasones y descarados, listos para engatusar a la última señorita de la barra y salir por pies del local sin pagar.
The Band mostraban un apego casi adictivo a unas vivencias que marcarían la temática de todos y cada uno de sus redondos. Repasando adolescencia y juventud, robada tal vez por una obligación al cambio generacional. Sus pesares y sueños se marcaban en cada palabra de sus letras. Hasta el canto a Bob Dylan por parte de Richard Manuel, guiñando a aquel “I Shall Be Released”, parecía transformarse en manos de estos músicos. Su pérdida del talante combativo la transformaba en el himno del eterno perdedor, el lema de aquel soldado que volvía derrotado tras la batalla pero que todavía podía alegrarse por seguir de una pieza (dramatismo exaltado por los mínimos redobles tras la batería de Levon Helm). Y ese “This Wheel’s On Fire”, escrito a cuatro manos por Dylan y Manuel, con su amarga fábula en favor de una viaje mental hacia la autoestima, la realidad de las relaciones humanas, hacia el viento del camino (“If your memory serves you well / You'll remember that you're the one / Who called on them to call on me / To get you your favours done”).
Así es como mostraban a sus paisanos la forma de ejecutar un rock de diferentes calados e intensidades, rozando siempre con la melancolía cajún o el hillbilly de la frontera. Un trabajo que poseía un padrino de excepción, el mismísimo Robert Zimmerman, figura que les preparó una de sus creaciones pictóricas para que ilustrara la portada de aquel Music From Big Pink, marcando con este acto el agradecimiento guardado al conjunto. Y curioso es hablar de Dylan, pues si el gran cantautor era la voz del pueblo oprimido, la música y las historias de The Band conformaban instantáneas de la vida cotidiana de esos mismos habitantes. De esta forma estuvieron en activo hasta 1976, año en el que deciden que la carretera que los vio nacer podría también acabar con sus vidas debido a su despiadado talante. Todavía quedaba su Islands que aparecería en el abril de 1977, pero el asunto ya estaba zanjado para cuando Martin Scorsese filmaba su concierto de despedida el 25 de noviembre de 1976 al que titularon acertadamente The Last Waltz.
Sí es cierto que años más tarde, ya entrados en la década de los noventa, The Band volvía a escena. Aunque faltaba en sus filas el insustituible Robbie Robertson, con lo que “Jericho”, “High On The Hog” y “Jubilation” hicieron poco ruido y quedaron pronto relegados a un segundo plano –aunque seguían escondiendo la chispa mágica que les hizo grandes en los 70–.
por Sergio Guillén
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